domingo, 29 de enero de 2017

El fantasma amable
Érase una vez una niña que se llamaba Leira. Un día se perdió en el bosque. 
- ¡Me he perdido en el bosque! ¡Dónde estará mi casa!
Entre las zarzas espinosas apareció una casa terrorífica. La niña entró asustada, subió las escaleras, bajaron murciélagos,... Leira aterrorizada siguió y siguió hasta llegar arriba. Vio un fantasma. Leira se asustó, pero el fantasma le dijo: 
- No te asustes que no te haré nada
Entonces se hicieron muy amigos: 
- ¡A qué no me pillas, a que no me pillas,...! 
- ¡Qué voy, qué voy, buuu...!
Y el fantasma le ayudó a Leira a encontrar su casa. El fantasma se quedó a vivir con Leira y así se acaba este cuento que encantada te lo cuento.
Fin!
Datos:
Autora del cuento y narradora: Aleth Net Segura .
¿Qué me gustó del cuento?:que el fantasma no atacó a Leira a pesar de que era un fantasma aterrador.
Personajes: Leira y el fantasma.
el enlace: httpescuelarural.net/cuento-breve-el-fantasma-amable

miércoles, 25 de enero de 2017





El buen y el mal profe
Esto era un profesor de inglés que no tenía ni idea de inglés.
-A ver, niños. Abrid el libro por la página 10 y aprendedlo todo bien porque el examen será escribir la página 10.
Los niños se aprendieron la página 10, la pusieron en el examen y todos recibieron un 10.
-¡Qué gran profesor de inglés! -decían todos los papás.
En el mismo colegio había un profesor de Literatura.
-Niños, no abráis el libro de esta asignatura jamás. Prefiero que leáis.
-¿Qué leamos qué?
-Lo que queráis.
El profesor no los examinó. Solo les puso nota, tras escuchar lo que habían leído y cómo lo resumían o contaban. A unos les puso diez, a otros cero y a otros cinco.
Los padres se reunieron:
-Este profesor es un inútil. No enseña nada.

Y lo echaron. Y lo que es mucho peor: este minicuento tiene poco de fantástico.


Datos del cuento:
¿Qué me gustó del cuento?

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Este cuento refleja la realidad de algunos profesores que no saben nada pero hacen y dicen cualquier cosa para ganarse a los estudiantes y a los padres, mientras tanto hay otros profesores que explican bien y saben lo que dicen, que se destacan en esas áreas, pero  no son valorados.  

Realizado por: Francisco Padrino



Triunfo


Esta era una niña de Jerez de la Frontera, España, que dijo un día:
-¡Mamá, voy a triunfar!
-¿En qué, hija mía?
-¡En el mundo de la copla!
La madre dio un suspiro de resignación.
-¡Ah, bueno! ¡En un mundo imaginario…! Pues mientras estés en este, sigue estudiando o no vuelves a salir.

Datos del cuento:
¿Qué me gustó del cuento?
Que se refiere al mundo de los niños, a sus ilusiones y fantasías. Y que la mamá responde tal como responden las madres a sus hijos.

Realizado por: Francisco Padrino 



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Daniel y las palabras mágicas
Te presento a Daniel, el gran mago de las palabras. El abuelo de Daniel es muy aventurero y este año le ha enviado desde un país sin nombre, por su cumpleaños, un regalo muy extraño: una caja llena de letras brillantes.
En una carta, su abuelo le dice que esas letras forman palabras amables que, si las regalas a los demás, pueden conseguir que las personas hagan muchas cosas: hacer reír al que está triste, llorar de alegría, entender cuando no entendemos, abrir el corazón a los demás, enseñarnos a escuchar sin hablar.
Daniel juega muy contento en su habitación, monta y desmonta palabras sin cesar.
Hay veces que las letras se unen solas para formar palabras fantásticas, imaginarias, y es que Daniel es mágico, es un mago de las palabras.
Lleva unos días preparando un regalo muy especial para aquellos que más quiere.
Es muy divertido ver la cara de mamá cuando descubre por la mañana un buenos días, preciosa debajo de la almohada; o cuando papá encuentra en su coche un te quiero de color azul.

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Sus palabras son amables y bonitas, cortas, largas, que suenan bien y hacen sentir bien: gracias, te quiero, buenos días, por favor, lo siento, me gustas.
Daniel sabe que las palabras son poderosas y a él le gusta jugar con ellas y ver la cara de felicidad de la gente cuando las oye.

Sabe bien que las palabras amables son mágicas, son como llaves que te abren la puerta de los demás.
Porque si tú eres amable, todo es amable contigo. Y Daniel te pregunta: ¿quieres intentarlo tú y ser un mago de las palabras amables?

Datos del cuento:
Autora: Susanna Arjona Borrego
País:  España.
¿Qué me gustó del cuento? Daniel y las palabras mágicas  es un cuento que promueve  la amabilidad a los niños. Me gustó por eso, porque en este tiempo los niños y las niñas no son muy amables que digamos. Y es importante ser amables con los demás para tener una sociedad más amable y feliz  

Realizado por: Francisco Padrino

lunes, 23 de enero de 2017

Horacio Quiroga
(1879-1937)

LA GAMA CIEGA
(Cuentos de la selva, 1918)


         Había una vez un venado —una gama— que tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le hacían siempre cosquillas en los costados.
          Su madre le hacia repetir todas la mañanas, al rayar el día, la oración de los venados . Y dice así:

I. Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son venenosas.

II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a beber, para estar seguro de que no hay yacarés.

III. Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para sentir el olor del tigre.

IV. Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes los yuyos, para ver si hay víboras.

         Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola.
         Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como el de las pizarras.
         ¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
          Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima.
          La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón. Hay abejas así.
         En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente. —Ten mucho cuidado, mi hija —le dijo—, con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas.
         La gamita gritó contenta: —¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican; las abejas, no.
          —Estás equivocada, mi hija —continuó la madre—. Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas a dar un gran disgusto.
          —¡Sí, mamá! ¡Sí, mamá! —respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a la mañana siguiente, fue seguir los senderos que habían abierto los hombres en el monte, para ver con más facilidad los nidos de abejas.
         Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con una fajita amarilla en la cintura, que caminaban por encima del nido. El nido también era distinto; pero la gamita pensó que, puesto que estas abejas eran más grandes, la miel debía ser más rica.
         Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas, creyó que su mamá exageraba, como exageraban siempre las madres de las gamitas. Entonces le dio un gran cabezazo al nido.
          ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron en seguida cientos de avispas, miles de avispas que le picaron en todo el cuerpo, le llenaron todo el cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los mismos ojos. La picaron más de diez en los ojos.
         La gamita, loca de dolor corrió y corrió gritando, hasta que de repente tuvo que pararse porque no veía más: estaba ciega, ciega del todo.
         Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más. Se quedó quieta entonces, temblando de dolor y de miedo, y sólo podía llorar desesperadamente.
         —¡Mamá!... ¡Mamá!...

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         Su madre, que había salido a buscarla, porque tardaba mucho, la halló al fin, y se desesperó también con su gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso hasta su cubil con la cabeza de su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del monte que encontraban en el camino, se acercaban todos a mirar los ojos de la infeliz gamita.
         La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella sabía bien que en el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía un hombre que tenía remedios. El hombre era cazador, y cazaba también venados, pero era un hombre bueno.
         La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un hombre que cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió a hacerlo. Pero antes quiso ir a pedir una carta de recomendación al oso hormiguero, que era gran amigo del hombre.
         Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó corriendo el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando llegó a la guarida de su amigo, no podía dar un paso más de cansancio.
         Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de una especie pequeña, cuyos individuos tienen un color amarillo, y por encima del color amarillo una especie de camiseta negra sujeta por dos cintas que pasan por encima de los hombros. Tienen también la cola prensil porque viven siempre en los árboles, y se cuelgan de la cola.
         ¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el oso hormiguero y el cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de llegar el motivo a nuestros oídos.
         La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.
          —¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! —llamó jadeante.
          —¿Quién es? —respondió el oso hormiguero.
         —¡Soy yo, la gama!
         —¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?
         —Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador. La gamita, mi hija, está ciega.
          —¿Ah, la gamita? —le respondió el oso hormiguero—. Es una buena persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada escrito... Muéstrele esto, y la atenderá.
         Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama una cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún los colmillos venenosos.
         —Muéstrele esto —dijo aún el comedor de hormigas—. No se precisa más.
         —¡Gracias, oso hormiguero! —respondió contenta la gama—. Usted también es una buena persona.
          Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.
         AI pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y arrimarse a las paredes, para que los perros no las sintieran. Ya estaban ante la puerta del cazador.
         —¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! —golpearon.
         —¿Qué hay? —respondió una voz de hombre, desde adentro. —¡Somos las gamas!... ¡TENEMOS LA CABEZA DE VÍBORA!
         La madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera bien que ellas eran amigas del oso hormiguero.
         —¡Ah, ah! —dijo el hombre, abriendo la puerta—. ¿Qué pasa?
         —Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.
         Y contó al cazador toda la historia de las abejas.
         —¡Hum!... Vamos a ver qué tiene esta señorita —dijo el cazador. Y volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con una sillita alta, e hizo sentar en ella a la gamita para poderle ver bien los ojos sin agacharse mucho. Le examinó así los ojos, bien de cerca con un vidrio redondo muy grande, mientras la mamá alumbraba con el farol de viento colgado de su cuello.
          —Esto no es gran cosa —dijo por fin el cazador, ayudando a bajar a la gamita—. Pero hay que tener mucha paciencia. Póngale esta pomada en los ojos todas las noches, y téngale veinte días en la oscuridad. Después póngale estos lentes amarillos, y se curará.
         —¡Muchas gracias, cazador! —respondió la madre, muy contenta y agradecida—. ¿Cuánto le debo?
         —No es nada —respondió sonriendo el cazador—. Pero tenga mucho cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive precisamente un hombre que tiene perros para seguir el rastro de los venados.
         Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a cada momento. Y con todo, los perros las olfatearon y las corrieron media legua dentro del monte. Corrían por una picada muy ancha, y delante la gamita iba balando.
          Tal como lo dijo el cazador se efectuó la curación. Pero sólo la gama supo cuánto le costó tener encerrada a la gamita en el hueco de un gran árbol, durante veinte días interminables. Adentro no se veía nada. Por fin una mañana la madre apartó con la cabeza el gran montón de ramas que había arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz, y la gamita, con sus lentes amarillos, salió corriendo y gritando:
         —¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!
         Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también de alegría, al ver curada su gamita.
         Y se curó del todo. Pero aunque curada, y sana y contenta, la gamita tenía un secreto que la entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a toda costa pagarle al hombre que tan bueno había sido con ella y no sabia cómo.
          Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a recorrer la orilla de las lagunas y bañados buscando plumas de garza para llevarle al cazador. El cazador, por su parte, se acordaba a veces de aquella gamita ciega que él había curado.
         Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto, muy contento porque acababa de componer el techo de paja, que ahora no se llovía más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban. Abrió la puerta, y vio a la gamita que le traía un atadito, un plumerito todo mojado de plumas de garza.
         El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque creía que el cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó entonces plumas muy grandes, bien secas y limpias, y una semana después volvió con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído la vez anterior de cariño, no se rió esta vez porque la gamita no comprendía la risa. Pero en cambio le regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita tomó loca de contento.
         Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella se empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que valen mucho dinero, y se quedaba las horas charlando con el hombre. Él ponía siempre en la mesa un jarro enlozado lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su amiga. A veces le daba también cigarros que las gamas comen con gran gusto, y no les hacen mal. Pasaban así el tiempo, mirando la llama, porque el hombre tenía una estufa de leña mientras afuera el viento y la lluvia sacudían el alero de paja del rancho.
         Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de tormenta. Y cuando caía la tarde y empezaba a llover, el cazador colocaba en la mesa el jarrito con miel y la servilleta, mientras él tomaba café y leía, esperando en la puerta el ¡tan-tan! bien conocido de su amiga la gamita.




























Abel y Caín
[Minicuento]
Jorge Luis Borges
Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.
Abel contestó:
—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.
—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

Datos sobre el Cuento:
Autor: Jorge Luis Borges
¿Qué me gustó del cuento? Que cuando una persona actúa inadecuadamente siempre la acompañará el remordimiento por lo que hizo, a pesar de ser perdonado. También me gustó que se basa en una historia de la Biblia
personajes:Abel y cain.



La liebre y la tortuga

liebre-tortuga


La liebre siempre se reía de la tortuga, porque era muy lenta. —¡Je, ¡el En realidad, no sé por qué te molestas en moverte -le dijo.
-Bueno -contestó la tortuga-, es verdad que soy lenta, pero siempre llego al final. Si quieres hacemos una carrera.
-Debes estar bromeando -dijo la liebre, despreciativa- Pero si insistes, no tengo inconveniente en hacerte una demostración.
La tortuga y la liebre
La tortuga y la liebre
Era un caluroso día de sol y todos los animales fueron a ver la Gran Carrera. El topo levantó la bandera y dijo: -Uno, dos, tres… ¡Ya!
La liebre salió corriendo, y la tortuga se quedó atrás, tosiendo en una nube de polvo. Cuando echó a andar, la liebre ya se había perdido de vista.
Pero cuál no fue su horror al ver desde lejos cómo la tortuga le había adelantado y se arrastraba sobre la línea de meta. ¡Había ganado la tortuga! Desde lo alto de la colina, la liebre podía oír las aclamaciones y los aplausos.
-No es justo -gimió la liebre- Has hecho trampa. Todo el mundo sabe que corro más que tú.
-¡Oh! -dijo la tortuga, volviéndose para mirarla- Pero ya te dije que yo siempre llego. Despacio pero seguro.
-No tiene nada que hacer -dijeron los saltamontes- La tortuga está perdida.
“¡Je, je! ¡Esa estúpida tortuga!”, pensó la liebre, volviéndose
La tortuga y la liebre
La tortuga y la liebre
. “¿Para qué voy a correr? Mejor descanso un rato.”
Así pues, se tumbó al sol y se quedó dormida, soñando con los premios y medallas que iba a conseguir.
La tortuga siguió toda la mañana avanzando muy despacio. La mayoría de los animales, aburridos, se fueron a casa. Pero la tortuga continuó avanzando. A mediodía pasó ¡unto a la liebre, que dormía al lado del camino. Ella siguió pasito a paso.
Finalmente, la liebre se despertó y estiró las piernas. El sol se estaba poniendo. Miró hacia atrás y se rió:
—¡Je, ¡el ¡Ni rastro de esa tonta tortuga! Con un gran salto, salió corriendo en dirección a la meta para recoger su premio.

 Datos sobre la lectura del cuento : 


Autor:  Esopo 

 ¿Qué fue lo que más me gustó?: Todo, porque se trata de no subestimar a nadie, ni la condición de nadie. A veces hay personas que tienen condiciones particulares, que no pueden caminar bien o que no pueden hablar bien y son subestimados por los demás. Pero a lo mejor estas personas tienen constancia y dedicación y eso es para valorar.  Me gustó que la tortuga que era lenta  seguía mientras tanto la liebre dormía.


Personajes: La liebre y la tortuga. 

Realizado por: Francisco Padrino 


miércoles, 18 de enero de 2017

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Las medias de los flamencos

Horacio Quiroga




Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y a los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgada, como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estabanvestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailabancomo serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltasapoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudíancomo locos.

Solo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienenahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, solo los flamencosestaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia nohabían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, ysobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víborapasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular lasgasas de serpentinas, los flamencos se morían de envidia.

Un flamenco dijo entonces:

-Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas,blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar denosotros.
Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron agolpear en un almacén del pueblo.
-¡Tan-tan! -pegaron con las patas.
-¿Quién es? -respondió el almacenero.
-Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
-No, no hay -contestó el almacenero-. ¿Están locos? En ningunaparte van a encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
-¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
-¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así enninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
-Somos los flamencos -respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
-Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron a otro almacén.
-¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
-¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse enseguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos. Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
-¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:
-¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
-¡Con mucho gusto! -respondió la lechuza-. Esperen un segundo, y vuelvo enseguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
-Aquí están las medias -les dijo la lechuza-. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.
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Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas se agachaban hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.
-¡No son medias! -gritaron las víboras-. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víboras de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscos las medias. Les arrancaron las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que murieran.
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Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.
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Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiendo a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.


FIN

Casa de espanto (parte  III. El desenlace)  Francisco Padrino   Entonces, después de salir del carro y ver ese asombroso camino que habían...